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Con un reparto de caracteres que acataba la elemental taxonomía, Quezada colocaba al mexicano en cuatro clases: indios, charros, gente decente y políticos, y procedió después a extremar sus estereotipos. El indio de bigote raído, pelos hirsutos, pobreza profesional y sonrisa entre beata y espantada, es una mezcla de piedra y tameme. El charro de escarpines, pistolón y botella, barriga derramada, bigote de estampida y un sombrero del tamaño de un destino bajo el que guarda sus complejos y creencias básicas que son un refranero del horror. El poderoso que lleva un diamante en la nariz y su señora esposa, dama nalgona de pince-nez a la que le da por la cultura, pero que al menor descuido canta ante sus amigas la tonada «Ando borracha, reteborracha». El político zafio de orejas de volován y aire entre atrabiliario y bonachón… El mexicano de la clase media aparece esporádicamente, y cuando lo hace es Quezada, atildado, modesto, discreto, ni indio ni charro, moderno en su trajecito insignificante, sin credenciales, sin chiste, sin esperanza: un protestante perdido en el paraíso perdido.
Cada uno blasona sus características básicas: los indios son pobres y humillados; los charros son borrachos, mujeriegos y edípicos; los decentes son esnobs, ambiciosos y cursis; los políticos son inmorales, tramposos y lambiscones. Todos tienen en común estar mal alimentados (por carencia o por exceso); todos esperan que un amigo o pariente devenga poderoso; todos son acomplejados, inmorales, chillones, tortuosos, cínicos, bravucones, influyentes (reales o en proceso) y feos. El indio campirano se conserva de pie gracias a una o varias muletas; el mestizo urbano tiene como objetivo —mientras vende tacos— que la Revolución le haga justicia para comenzar a ser influyente (es decir, policía). El charro se emborracha y echa brava mientras consigue hacerse charro decente o charro político. El decente es ex charro o ex indio gracias a un amigo influyente; el político puede escoger entre ser indio, charro o decente o lo que se le dé la gana, que es prerrogativa de político. El factor racial es aleatorio, pues los privilegios en México son los del dinero, y el color de los billetes está sobre los de la piel (y discrimina más fuerte).
La última cosa que comparten, es que todos resultan entrañables, a pesar de sus taras. La primera es el carácter hereditario de su mexicanidad. Van a educar a sus hijos en la convicción de que «el que no tranza, no avanza» y en la veneración de los complejos patrios. (Por ejemplo, el charro, abrazado de otro charro, botella en mano, mira orgulloso a su hijito que acaba de balacear a una niña que no le quiso dar un dulce. El niño explica: «es que así trato yo a las mujeres rejegas».) El segundo es su mexicanidad misma y, peor aún, el patriotismo alebrestado, incubador de xenofobias, cuya mejor defensa es el ataque, modo propicio para ahondar los complejos y a la vez aportarles la coartada. Todos critican a México, pero en la práctica su capacidad para saquearlo es celebrada como pericia. El contacto con el mundo exterior sólo sirve para afirmar el complejo y sublimarlo en la bravata ululante. La ley o no existe o existe como mercadotecnia negociable; la moral es la de la depredación y la actividad política su grado más alto.
Quezada echó a andar esas tipologías y algunas estrategias narrativas adecuadas: la disección por clases, tipos, intereses y hábitos; el tono antropológico autodelatado; el choteo racista/clasista con el atenuante de la compasión; la exploración de los complejos con una eficacia que dependía de su inclemencia. La constante era la explotación de la doble moral que los mexicanos disculpamos con una risa exculpatoria, y que Quezada humillaba con tal gracia que los aludidos se lo agradecían. En el policía mosqueado, la testosterona forrada de mariachi y el poderoso endiamantado, el público leía una resignación y hasta un objetivo, pero rara vez una condena.
Además de haber escapado a la corrección política, Quezada disfrutó la relativa comodidad que aportaban esos años de oposición a ultranza, regidos por un maniqueísmo que no se hallaba aún trizado por la complejidad de los intereses ideológicos posteriores. El adversario era sólo uno, y si bien Quezada ejercía una prudencia que tenía el tamaño de su fama, tuvo que dotar al género de una astucia que hoy resulta inimaginable. Por otro lado, además de su eficacia, tuvo la virtud, y casi la ventaja, de haber creado un modelo y explorarlo cuando se combinaron a la perfección, en su favor, la ausencia de competidores y la voracidad de los lectores. Esto lo sometió a un doble riesgo: por un lado mantener su nivel sin el acicate de la competencia y, por el otro, convertirse en un mandarín, en un actor más del rejuego político que parodiaba y en vocero de opinión, lo que no dejaba de restarle una libertad que administraba con cautela en tiempos en que la libertad de prensa era sólo una ceremonia anual y rara vez una práctica riesgosa.
Luego de enumerar los variados ingredientes de la problemática nacional, escribió en un cartón: «Éstos han sido algunos de nuestros más queridos problemas, ¿para qué acabar con ellos?» Poco tiempo después, dejó el periodismo y se dedicó a pintar cuadros sabrosos con un humor más delicado e introspectivo. El país ha cambiado y el cartón editorial con él, no digamos ya la naturaleza misma del humor (voluntario y del otro). Quezada queda como un clásico moderno, miembro de ese canon en que las variaciones encuentran su referencia. Poco a poco, en la mesa mexicana comienzan a servirse platillos originales en los que un humor más personal y subjetivo, que tiene otras causas y otros propósitos, abreva de esas fuentes borrosas. Quezada es de aquellos a quienes se puede agradecer que esto pueda hacerse en libertad.
R. MTFBWY.
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